En estos días como nunca antes todos creemos tener la razón, y esa es parte de nuestra locura. Ni siquiera Federico Nietzsche, el más osado y contestatario de los pensadores de los últimos siglos se animó a tanto. Permítanme elaborar un poco más el asunto. A nadie le gusta fracasar, ni ser refutado o criticado. Dado el caso que nos vaya mal a nosotros o a quien queramos, procedemos a generar formas de no tener que reconocerlo. Un cinturón protector que termina asfixiando. Nos rebelamos ante las grillas con razón, pero el problema es cuando la razón es otra que discutir criterios. Explicamos a los profesores de nuestros hijos que debieron tener en cuenta su situación, que no era momento para tomarles examen.
Savielly Tartakower, gran maestro de ajedrez tenía punzantes intuiciones sobre el asunto que se conocen (otra muestra del ingenio humano) como “tartakowerismos”. Uno de ellos es el de que “Nunca vencí a un jugador sano” muy atinado para el análisis. Es decir que cada vez que ganaba una partida, resulta que el rival había estado con 50 grados de fiebre hasta hacía un momento. Nada le indignaba más —y con razón— que le pidieran disculpas por no haber estado en forma para el encuentro. Este ejemplo ilustra nuestro miedo, pavor al fracaso. Es grave.
Si criamos y educamos a personas convencidas de sí mismas más allá de cualquier objeción, que ante cualquier adversidad simplemente dicen «fue un mal día», que los demás no los comprenden en su genialidad, entonces estamos alimentando la locura. Aquí viene a cuento un “tartakowerismo” pero esta vez de G. K. Chesterton.
En su libro Ortodoxia de comienzos del siglo veinte, señala que el loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo menos la razón. Si se quiere ver gente convencida no hay mejor lugar que el loquero.
Equivocarse, fallar, ser criticado: nada más saludable. El caso de Federico Nietzsche en 1872 ilustra bien esta tensión. El filósofo estaba en la cresta de la ola académica alemana, había recibido una cátedra en Basilea a una edad asombrosa y sin más currículum que la opinión de sus profesores. En aquel año apareció El nacimiento de la tragedia: un ensayo de filosofía de la cultura que analiza a los griegos a través de dos impulsos estéticos (lo apolíneo y lo dionisíaco) y sostiene que la tragedia nace “en el espíritu de la música”. Esto fundado en etimologías que fueron destrozadas por un joven Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff (Uli para los amigos) que lo acusó de mala filología.
Sin embargo, hay algo que rompe el cuento del “genio perseguido que jamás se rinde”. Catorce años después, en 1886, Nietzsche, el “Che Guevara” de la filosofía, el intempestivo, el genio incomprendido, el que diagnosticó que “Dios ha muerto”, reeditó El nacimiento de la tragedia acompañado de una nueva sección: Ensayo de autocritica. En él repasa los motivos y limitaciones de la obra original, subrayando que fue escrita “muy prematuramente” y con “vivencias propias prematuras “un libro imposible”– “mal escrito, torpe, penoso, frenético de imágenes y confuso a causa de ella [y] sin voluntad de limpieza lógica” En otras palabras, reconoce que el texto original tenía intuiciones potentes pero fue escrito de muy joven, con conceptos prestados, influido por Schopenhauer y obnubilado por Wagner. No nos interesa si tenia razón antes o después sino que el más rebelde, el icono de la tozudez intelectual, recoja el guante de las objeciones sin que se le caiga nada. Mrs. Rush, la recordada y querida Profesora de inglés a quien muchos tucumanos tuvimos la suerte de disfrutar, solía responder cuando se cansaba de discutir con alguien que no era capaz de reconocer sus errores, con una frase cariñosa y elegante: “tenés razón, pero poca”. Quien quiere tener tiene toda la razón está perdido. Ese es el nacimiento de nuestra tragedia.